domingo, 30 de enero de 2011

Por qué vale la pena tener hijos

-Listo,ma, ya aprendí todo lo que tenia que saber del aparato reproductor
-¿Y qué sabés?
-Qué es todo muy asqueroso.



-Hijo, ya que te paraste...¿ te puedo pedir…?
-No...mirá , mamá , me volví a sentar.



- Qué bien que la pasa el gato,durmiendo todo el dia. Me encantaría ser gato.Aunque , en realidad , quisiera ser el gato de un millonario…
- ¿Para qué?
- Para jugar al golf.


- ¡Me muero! ¡Hay una comadreja en el jardín!
- Ay , ma ...¿ nos la podemos quedar?


- Ma: ¿ por qué tirás todas estas plantas? Esto no es ecológico...
- Hijo, estoy reemplazando cactus y malezas por plantas más lindas, con flores...
- Tenés un concepto nazi de la jardinería.


- ¿No me escuchaste que te pedí tres veces que te levantes?
- Te escuché , pero con esa voz tan linda...¡creí que era un sueño!


- Cavá más hondo el pozo, hijo...
- ¿Pero vos querés plantar un rosal o buscar un tesoro?


-Ma…¿ sabías que las mujeres tienen estrógeno y progesterona solo del dia 5 al 13 del ciclo?…..pero ¿ sabes que?¡ los varones tenemos testosterona TODO EL AÑO!



- ¿ Sabés lo que le pasó hoy a tu hermanita?
- Si, ya sé , le vino eso que tienen las mujeres ... empieza con M ...¡ la menopausia!

jueves, 27 de enero de 2011

Madres e hijas


Pequeña comedia humana
Batalla silenciosa entre madre e hija
Jorge Fernández Díaz
LA NACION
Domingo 16 de enero de 2011 | Publicado en edición impresa

La madre se esforzó durante años para que su hija la adorara por siempre. Naturalmente, no se daba cuenta de aquel deseo íntimo, egoísta e inconfesable. Bajo la coartada de querer lo mejor para su hija, criarla en felicidad, prepararla para la vida, atenderla día y noche, bajo el lema de ser -como todas- la mejor madre del mundo, ella cocinaba a lo largo de décadas la droga infalible: ser adorada, ser todo y mucho más para esa pequeña mujer que tanto se le parecía. A medida que la hija fue creciendo -como todas- comenzó a rebelarse contra su madre y a tratar de diferenciarse para hacer su propio camino. Hubo varias etapas tormentosas. Primero la madre se sintió ignorada por esa hija adolescente que apenas le dirigía la palabra; luego tuvo discusiones violentas por salidas y materias y ropas mínimas y chicos. Más tarde hubo una disputa monumental por la carrera universitaria que había encarado: le costó muchísimo a la madre entender que la hija tenía algunos derechos, como la intimidad y la vocación. Le dolió terriblemente descubrir que su hija ya no la obedecía. Aunque, por supuesto, no se trataba de un problema de autoridad, sino de adoración. Su hija ya no la adoraba, la droga se había terminado. Entonces, sin tener conciencia de lo que hacía, inspirada solamente en las abnegaciones de madre, comenzó a agredirla. Obviamente, tampoco sabía que la estaba agrediendo: para la madre sólo se trataba de correctivos cariñosos, críticas al paso, señalamientos permanentes por el bien de su hija. Como había perdido la facultad de retenerla con el dinero y de colonizarla, la madre utilizaba la guerra de guerrillas. Cada vez que estaba cerca, cada vez que la llamaba por teléfono, aprovechaba para clavarle algún aguijón. Ese terrorismo doméstico volvía loca a la hija, a veces incluso la devastaba, y de hecho la iba alejando cada vez más. La lejanía apenó a la madre, después la enfureció. Los hijos son desagradecidos, empezó a murmurar la deidad caída. La relación de dominio y libertad continuó envuelta en cariño y amor filial, en solidaridades mutuas y conmovedoras, también en momentos de calma y mucho afecto. Como la hija se casó con un muchacho de buena posición económica a la madre -que todo le había costado tanto- le brotó instintivamente la bronca. "¡Qué fácil que les salen las cosas a ustedes! -le recriminó un día-. Cuánto derroche." La primera frase llevaba la etiqueta inadmisible de la envidia. La segunda era una admonición: no sean tan felices porque pueden perderlo todo. Esa admonición no se cumplió. La hija siguió adelante, vivió próspera y dichosa, y tuvo hijos. La madre se encargó de hacerle saber que a esos chicos los malcriaba, que elegía mal sus colegios, y que era demasiado dura o permisiva. Esto se combinaba con opiniones adversas que la madre dejaba caer sobre la casa, la decoración, la alfombra, el peinado de su hija y los hobbies de su yerno.

Cuando la hija cumplió cuarenta y entró en la crisis de la mediana edad, resolvió recurrir al psicoanálisis. Allí descubrió con horrorosa claridad todas estas pujas indecibles con su madre. Vino entonces un período de frialdad que no hacía más que calentar las cosas. Cinco años después, la hija, magnánima y ceñuda frente a una enfermedad de la madre, empezó a amnistiarla. Sobrevinieron largas temporadas de indulto y de decadencia. Hasta que la hija pasó a ser la madre de su madre, y todo fue olvidado y perdonado.

En ese instante justo, la hija de la hija dejó de dirigirle la palabra a su madre, y ésta supo por primera vez que ya nunca más sería adorada y que no valía la pena vivir sin esa droga. La batalla de su hija contra su nieta resultó aún más violenta que la suya propia, y aunque la abuela no metía baza una tarde en que la más chica de las tres se marchó dando un portazo la vieja dama largó una carajada larga y lúgubre. "¿De qué te reís, mamá?", le preguntó su hija hecha una furia. La abuela se puso seria de repente, se limpió las lagrimitas de la risa con un pañuelo y dijo: "De todas nosotras".

miércoles, 19 de enero de 2011

La Argentina Insolente

Estaría bueno comenzar por las pequeñas cosas.
Mario A. Rosen es médico, educador, escritor. Tiene 63
El Dr. años. Socio fundador de Escuela de Vida, Columbia Training System, y Dr. Rosen & Asociados. Desde hace 15 años coordina grupos de entrenamiento en Educación Responsable para el Adulto. Ha coordinado estos cursos en Neuquén, Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa Fe, Bahía Blanca y en Centro América. Médico residente y Becario en Investigación clínica del Consejo Nacional de Residencias Médicas (UBA). Premio Mezzadra de la Facultad de Ciencias Médicas al mejor trabajo de investigación (UBA). Concurrió a cursos de perfeccionamiento y actualización en conducta humana en EEUU y Europa. Invitado a coordinar cursos de motivación en Amway y Essen Argentina, Dealers de Movicom Bellsouth, EPSA, Alico Seguros, Nature, Laboratorios Parke Davis, Melaleuka Argentina, BASF.

La Argentina Insolente

En mi casa me enseñaron bien.
Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que nadie discutía... Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”. Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás salían a trabajar... Porque había trabajo para todos los papás, y todos los papás volvían a su casa.
No había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto por la autoridad de papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente por mi mamá) era razón suficiente para cumplir las reglas.
Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un cobarde conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto: era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me contenían, me ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas... Y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la sensación de abismo, abandono y ausencia.
Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o “escuchar cuando los mayores hablan”.
Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley Casera.
Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. Siempre era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente..
La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin culpables. No me diga, uno así vive en un mundo predecible.
El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura tal castigo.
Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir.
Así fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de mi casa. Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había “travesuras” sin “castigo”, y una enorme cantidad de “reglas” que no se cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo, si me lo permite decir).
El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba.
Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer: "la impunidad". ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad.
En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había piedad.
Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y listo... Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.
Las reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa.
Y así creí que sería en la vida.. Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia, y hacía que todo funcionara. En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como
todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado.
Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.
Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo.
Eso es lo que nos arruinó. LA INSOLENCIA.
Usted puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar... a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes.
La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así no hay remedio.
El mal de los Argentinos es la insolencia. La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza.
La insolencia hace un culto de cuatro principios:
- Pretender saberlo todo
- Tener razón hasta morir
- No escuchar
- Tú me importas, sólo si me sirves.
La insolencia en mi país admite que la gente se muera de hambre y que los niños no tengan salud ni educación.
La insolencia en mi país logra que los que no pueden trabajar cobren un subsidio proveniente de los impuestos que pagan los que sí pueden trabajar (muy justo), pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo cierran los caminos y no dejan trabajar a los que
sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos que, insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira.
Así nos vamos a quedar sin trabajo todos.
Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
Bueno, y así están las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las mismas que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe que demasiada gente me ha dicho que ésas eran también las reglas en sus casas?
Tanta gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes?
Yo se lo voy a contestar.
PORQUE ES MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado. Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.
Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros.
No tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado, levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con usted hasta que lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo en que seamos varios para levantar un mismo papel.
Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos, aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.
Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los derechos del peatón. Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios.
Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial INSOLENCIA.
Yo creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual. Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y ordenada.
Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.
Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío.
Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el tiempo. Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.
¿A USTED QUÉ LE PARECE?
¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE ?
Espero no haber sido insolente.
En ese caso, disculpe.
Dr. Mario Rosen
(¿Sería muy insolente si le pido que lo reenvíe?)

El hijo preferido

Cierta vez le preguntaron a una madre cual era su hijo preferido, aquel que ella más amaba.
Y ella, dejando entrever una sonrisa, respondió:
"Nada es más voluble que un corazón de madre"
Y, como madre, le respondió:
Mi hijo predilecto, aquél a quién me dedico de cuerpo y alma:
Es mi hijo enfermo, hasta que sane.
El que partió, hasta que vuelva.
El que está cansado, hasta que descanse.
El que está con hambre, hasta que se alimente.
El que está con sed, hasta que beba.
El que está estudiando, hasta que aprenda.
El que está desnudo, hasta que se vista.
EL que no trabaja, hasta que se emplee.
El que está de novio, hasta que se case.
El que se casa, hasta que conviva.
El que es padre, hasta que los críe.
EL que prometió, hasta que cumpla.
El que debe, hasta que pague.
El que llora, hasta que calle."

Y con un semblante bien diferente a aquella sonrisa, finalizó:

"El que ya me dejó, hasta que lo reencuentre"


LA NUEVA GENERACION DE PADRES DE FAMILIA Somos de las primeras generaciones de padres decididos a no repetir con los hijos los mismos errores que pudieron haber cometido nuestros progenitores. Y en el esfuerzo de abolir los abusos del pasado, ahora somos los más dedicados y comprensivos, pero a la vez los más débiles e inseguros que ha da do la historia. Lo grave es que estamos lidiando con unos niños más "igualados", conflictivos y poderosos que nunca existieron. Parece que en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro.

Así que, somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres regañados por nuestros hijos.

Los últimos que le tuvimos miedo a nuestros padres y los primeros que tememos a nuestros hijos.

Los últimos que crecimos bajo el mando de los padres y los primeros que vivimos bajo el yugo de los hijos.

Lo que es peor, los últimos que respetamos a nuestros padres, y los primeros que aceptamos que nuestros hijos no nos respetan como debiera ser.

En la medida que el ser sumiso reemplazó al ser autoritario, los términos de las relaciones familiares han cambiado en forma radical, para bien y para mal. En efecto, antes se consideraban buenos padres a aquellos cuyos hijos se comportaban bien, obedecían sus órdenes y los trataban con el debido respeto. Y buenos hijos a los niños que eran formales y veneraban a sus padres. Pero en la medida en que las fronteras jerárquicas entre nosotros y nuestros hijos se han ido desvaneciendo, hoy los buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque poco los respeten.

Y son los hijos quienes ahora esperan el respeto de sus padres, entendiendo por tal que les respeten sus ideas, sus gustos, sus apetencias, sus formas de actuar y de vivir. Y que además les patrocinen lo que necesitan para tal fin. Como quien dice, los roles se invirtieron, y ahora son los papás quienes tienen que complacer a sus hijos para ganárselos, y no a la inversa, como en el pasado.
Esto explica el esfuerzo que hoy hacen tantos papás y mamás por ser los mejores amigos de sus hijos y parecerles "muy cool" a sus hijos.
Se ha dicho que los extremos se tocan, y si el ser autoritario en el pasado llenó a los hijos de temor hacia sus padres, la debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al vernos tan débiles y perdidos como ellos. Los hijos necesitan percibir que durante la niñez y la adolescencia estamos a la cabeza de sus vidas como líderes capaces de sujetarlos cuando no se pueden contener y de guiarlos mientras no saben para dónde van.
Si bien el ser autoritario aplasta, el ser sumiso o débil ahoga.
Sólo una actitud firme y respetuosa les permitirá confiar en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas mientras sean menores, porque vamos adelante liderándolos y no atrás cargándolos y rendidos a su voluntad.
Es así como evitaremos que las nuevas generaciones se ahoguen en el descontrol y hastío en el que se está hundiendo la sociedad que parece ir a la deriva, sin parámetros, ni destino.