jueves, 27 de enero de 2011

Madres e hijas


Pequeña comedia humana
Batalla silenciosa entre madre e hija
Jorge Fernández Díaz
LA NACION
Domingo 16 de enero de 2011 | Publicado en edición impresa

La madre se esforzó durante años para que su hija la adorara por siempre. Naturalmente, no se daba cuenta de aquel deseo íntimo, egoísta e inconfesable. Bajo la coartada de querer lo mejor para su hija, criarla en felicidad, prepararla para la vida, atenderla día y noche, bajo el lema de ser -como todas- la mejor madre del mundo, ella cocinaba a lo largo de décadas la droga infalible: ser adorada, ser todo y mucho más para esa pequeña mujer que tanto se le parecía. A medida que la hija fue creciendo -como todas- comenzó a rebelarse contra su madre y a tratar de diferenciarse para hacer su propio camino. Hubo varias etapas tormentosas. Primero la madre se sintió ignorada por esa hija adolescente que apenas le dirigía la palabra; luego tuvo discusiones violentas por salidas y materias y ropas mínimas y chicos. Más tarde hubo una disputa monumental por la carrera universitaria que había encarado: le costó muchísimo a la madre entender que la hija tenía algunos derechos, como la intimidad y la vocación. Le dolió terriblemente descubrir que su hija ya no la obedecía. Aunque, por supuesto, no se trataba de un problema de autoridad, sino de adoración. Su hija ya no la adoraba, la droga se había terminado. Entonces, sin tener conciencia de lo que hacía, inspirada solamente en las abnegaciones de madre, comenzó a agredirla. Obviamente, tampoco sabía que la estaba agrediendo: para la madre sólo se trataba de correctivos cariñosos, críticas al paso, señalamientos permanentes por el bien de su hija. Como había perdido la facultad de retenerla con el dinero y de colonizarla, la madre utilizaba la guerra de guerrillas. Cada vez que estaba cerca, cada vez que la llamaba por teléfono, aprovechaba para clavarle algún aguijón. Ese terrorismo doméstico volvía loca a la hija, a veces incluso la devastaba, y de hecho la iba alejando cada vez más. La lejanía apenó a la madre, después la enfureció. Los hijos son desagradecidos, empezó a murmurar la deidad caída. La relación de dominio y libertad continuó envuelta en cariño y amor filial, en solidaridades mutuas y conmovedoras, también en momentos de calma y mucho afecto. Como la hija se casó con un muchacho de buena posición económica a la madre -que todo le había costado tanto- le brotó instintivamente la bronca. "¡Qué fácil que les salen las cosas a ustedes! -le recriminó un día-. Cuánto derroche." La primera frase llevaba la etiqueta inadmisible de la envidia. La segunda era una admonición: no sean tan felices porque pueden perderlo todo. Esa admonición no se cumplió. La hija siguió adelante, vivió próspera y dichosa, y tuvo hijos. La madre se encargó de hacerle saber que a esos chicos los malcriaba, que elegía mal sus colegios, y que era demasiado dura o permisiva. Esto se combinaba con opiniones adversas que la madre dejaba caer sobre la casa, la decoración, la alfombra, el peinado de su hija y los hobbies de su yerno.

Cuando la hija cumplió cuarenta y entró en la crisis de la mediana edad, resolvió recurrir al psicoanálisis. Allí descubrió con horrorosa claridad todas estas pujas indecibles con su madre. Vino entonces un período de frialdad que no hacía más que calentar las cosas. Cinco años después, la hija, magnánima y ceñuda frente a una enfermedad de la madre, empezó a amnistiarla. Sobrevinieron largas temporadas de indulto y de decadencia. Hasta que la hija pasó a ser la madre de su madre, y todo fue olvidado y perdonado.

En ese instante justo, la hija de la hija dejó de dirigirle la palabra a su madre, y ésta supo por primera vez que ya nunca más sería adorada y que no valía la pena vivir sin esa droga. La batalla de su hija contra su nieta resultó aún más violenta que la suya propia, y aunque la abuela no metía baza una tarde en que la más chica de las tres se marchó dando un portazo la vieja dama largó una carajada larga y lúgubre. "¿De qué te reís, mamá?", le preguntó su hija hecha una furia. La abuela se puso seria de repente, se limpió las lagrimitas de la risa con un pañuelo y dijo: "De todas nosotras".